Los eventos históricos, a la manera de los grandes amores, con el tiempo se agigantan desmesuradamente –o simplemente se desdibujan y olvidan. Mientras veíamos las torres recaer, y el muro del Pentágono convertido en una tronera humeante, todos estábamos instantáneamente seguros de que estos hechos dejarían una marca perenne en nuestra memoria, y que el mundo no sería el mismo en lo adelante.
Fue así. Sin embargo, diez años después, se puede apreciar de modo más ecuánime en qué medida los principales cambios atribuidos al acontecimiento -en el ámbito de la cultura y el pensamiento, en la dinámica del poder, la política y las corrientes ideológicas a nivel mundial– solo pueden entenderse como parte de un proceso de transición, que aún dura, y del que septiembre 11 de 2001 solo fue un hito.
Las causas profundas de esta transición responden a cambios estructurales del orden hegemónico mundial, que arrancan en la posguerra fría, y que han producido un mundo infinitamente más complejo e incierto que cuando imperaba la bipolaridad Este-Oeste. Tampoco nosotros, los de entonces –como diría el poeta– somos los mismos. En efecto, no solo la arquitectura del sistema internacional –cuya naturaleza algunos despachan rápidamente llamándola unipolar- ha sufrido metamorfosis profundas, sino las mentes, las ideas y la sensibilidad, es decir, la cultura de las sociedades contemporáneas. En comparación con el arrastre profundo de esos cambios, ocurridos en el lapso de más de dos décadas, las devastaciones del 9.11 adquieren una connotación fragmentaria, como esa pieza de un rompecabezas que se distingue entre todas por su color aparentemente revelador, y sin embargo, insuficiente por sí misma para restituir el sentido de la imagen total.
Probablemente ningún hecho singular en la historia moderna haya sido objeto de un alud tan descomunal de información escrita y visual, de una atención tan focal y obsesiva, de tantas páginas de periódicos, libros y revistas, así como de horas de transmisión por radio, TV e Internet. Sin embargo, como pasa con la llama de una antorcha de soldar, la desmesura del acontecimiento ha dejado una sombra en la retina que oblitera nuestra visión. En efecto, lo que se sabe del hecho mismo, sus actores y circunstancias, y sobre todo, la comprensión de sus causas y la adopción de estrategias políticas concertadas dirigidas a enfrentarlas eficazmente, diez años después, no han experimentado un mayor progreso.
En el terreno de las políticas de poder, esta carencia desconcertante se expresa en el predominio de la fuerza militar como eje principal y casi único de tratamiento de los conflictos internacionales y subnacionales, en un teatro de guerra que se extiende hoy desde el Asia Central hasta el Norte de África. Baste solo mencionar, dado el breve espacio de estas páginas, que una década después, las dos guerras encendidas por el ataque contra las torres gemelas y el Pentágono no solo siguen ardiendo, sino se encuentran en un punto muerto. Mirando hacia atrás desde el mirador privilegiado de este punto, resultan más impactantes la montaña de perplejidades no resueltas que acompañaron al hecho y la estela de incongruencias que le sucedieron.
En efecto, durante los meses siguientes al atentado, el enemigo tuvo el rostro de Osama Bin Laden, y su búsqueda y captura justificó la invasión a Afganistán. El auge irresistible de la militarización del conflicto en toda la subregión conllevó, lógicamente, la intervención largamente anunciada en Irak, tras otro rostro enemigo, Sadam Hussein. La caza y supresión de ambos, sin embargo, apenas constituyeron episodios contingentes en una operación militar que no cesa, cada vez más lejos de conseguir su supuesto objetivo de asegurar una paz estable y “un mundo más seguro para la democracia”, para decirlo con una frase que hoy hubiera escalofriado a Woodrow Wilson.
No obstante, si dejamos por un momento de mirar el colapso repetido de las torres, con su atroz efecto encandilante, y observamos lo que ha pasado en el campo de las ideas y la cultura política, podemos apreciar que este evento, a la larga, acarreó consecuencias mezcladas, que se extienden hasta hoy. Por un lado, segurizó la política y recargó de resabios ideológicos y culturales conservadores las conductas y las mentalidades, hizo repuntar a las teorías de los necons de los peores años 80, excerbó el patrioterismo y la xenofobia, no solo, pero sí sobre todo en Estados Unidos. Por otro, provocó una especie de chispa en zonas críticas del pensamiento y la cultura, que sí han contribuido a definir la situación actual, a valorar su significación y el método que gobierna tanta aparente locura, a apreciar mejor la naturaleza de lo que ha pasado en el mundo en la última década y a poder adoptar una conciencia crítica frente a todo ello.
Sin el afán ni la posibilidad de agotar estos temas, valdría la pena mencionarlos, como expresiones del pensamiento crítico, especialmente en torno a problemas como el etnocentrismo cultural norteamericano versus la diversidad policéntrica mundial; la nueva ideología sobre el control social y el pensamiento; el papel ancilar de los medios de difusión y la formación de una opinión pública desinformada; la aparición de códigos culturales contradictorios en el lenguaje político de la guerra contra el terrorismo; la alteración de los patrones ideológicos y culturales en la representación audiovisual de los conflictos armados; y la emergencia de una nueva conciencia crítica en el campo intelectual.
Aunque la posmodernidad puso de moda la desterritorialización como rasgo del mundo globalizado, y la edición del Estado nación propios de los siglos XIX y XX, el 11 de septiembre volvió a poner en el centro de la mesa el papel de este en el orden mundial. Esta resignificación del Estado se coloca dentro de un sistema caracterizado por las conexiones transnacionales, la multiplicación migratoria, la densidad y la diseminación informativa, la aceleración y alcance de las comunicaciones, las fuertes impregnaciones de las distintas tradiciones nacionales, y las nuevas formas de control cultural e ideológico, procesos acentuados por la globalización. La exacerbación de lo particular y diferente acompaña también, sin embargo, a esta globalización.
En un filme como “11.9.01-Septiembre 11“, del francés Alain Brigand, compuesto por cortos de 11 directores de distintos países (Irán, Bosnia, Inglaterra, Egipto, Israel, Francia, India, Burkina Faso, Japón, México y los EEUU), se ilustra que ni siquiera un acontecimiento tan universalmente impactante como este puede considerarse desde una perspectiva común. Los personajes de estos cortos –una maestra afgana, los parientes de un pakistaní muerto en las torres, las viudas de la masacre de Sebrenica, un sordomudo francés, unos combatientes palestinos e israelíes, un veterano de Hiroshima, unos indios chamulas rezando, un anciano norteamericano que vive solo- experimentan muy diferentes percepciones, sentimientos e ideas acerca del hecho. Estrenada un año después de los ataques, esta película recoge modos muy distintos de vivir el duelo, el amor, el desamparo, la pérdida, a partir de culturas, naciones y religiones particulares, e incluso ajenas entre sí.
Estos testimonios contrastan fuertemente con los efectos inmediatos del 9.11 en EEUU, su sociedad y su psiquis. Numerosas y muy visibles manifestaciones reflejaron la infiltración que el terrorismo y las políticas reactivas frente a él suscitaron. Angustia, miedo y aumento del racismo en un sector de la población; temor a ostentar rasgos etnoculturales distintivos (vestimenta tradicional, nombres, apariencias, color de la piel); prohibición de ciertas canciones y programas; uso y abuso de símbolos y discursos patrióticos esgrimidos como estandartes de la identidad, incluso en medios del arte y la cultura; saturación de los recursos de la psicoterapia colectiva relacionados con lidiar con la angustia de ser victima, incluso mediante la radio y la TV, enfatizando en la necesidad de la “curación”(healing); bajo nivel de análisis en el debate de los acontecimientos en los grandes medios, su significado y consecuencias profundas.
Esta situación ha ido evolucionando hacia lo que muchos perciben hoy como “el retorno a la normalidad”, con un acento evidente en la agudización de la conciencia sobre el deterioro de la situación económica, y una percepción de frustración respecto a la prolongación de las guerras en Asia central. El apoyo generalizado a la cruzada contra el terrorismo ha ido haciéndose más complejo y contradictorio. También la capacidad para discernir el significado de estos hechos se ha ido multiplicando.
Un tema central de algunas reflexiones es, precisamente, el de la des-centración del trauma norteamericano como vía de superación crítica y psicológica del 9.11. Algunos autores, como Walter A. Davis, se han preguntado si los norteamericanos han podido comprender, aunque sea por un momento y a una escala limitada, la experiencia de haber estado en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Las imágenes de septiembre 11 encuentran una asociación singular con el lenguaje de la guerra termonuclear. El propio término utilizado para identificar el lugar de la hecatombe, el Nivel Cero (Ground-Zero), donde estaban las torres gemelas, fue acuñado para denominar el sitio en Alamo Gordo, Nuevo México, donde se reventó la primera bomba atómica, así como el propio epicentro de la explosión nuclear en Hiroshima y Nagasaki, ciudades japonesas víctimas “del primer acto de terrorismo global”.
Una segunda pantalla sobre la que se proyecta el derrumbe de las torres es la de Viet Nam. Ya la llamada guerra del Golfo, en 1990-91, habría sido un ejercicio de superación del síndrome de Viet Nam. En vez del horror transmitido por la televisión cada noche entre 1965 y 1973, las armas inteligentes y CNN convertirían la invasión a Irak, en un espectáculo remoto y controlado, una especie de Guerra de las Galaxias o de Nintendo, sin cadáveres ni niños destrozados. El conocimiento de estos acontecimientos se habría convertido en una experiencia “virtual, incorpórea, sin rostro”, que podría sublimarse en la conciencia nacional. Una respuesta responsable debería comenzar precisamente -apunta Davis– con una toma de conciencia sobre el papel de EEUU en el terrorismo a escala global, por haberlo iniciado y por ser quien lo ejercita básicamente. La prepotencia imperial encerrada en aquella frase de George W. Bush, “the American way of life is not negotiable,” parece seguir refrendando y perpetuando -en el tercer año de la administración Obama- una ecuación terrorista en el orden mundial.
Dos fenómenos interconectados expresan la intolerancia ante lo diferente y marginal en la cultura política norteamericana en el entorno de septiembre 11. Uno es el proceso de suspicacia y control sobre las expresiones de contracultura y disenso. El segundo es el papel de los grupos oprimidos como conciencia crítica y movimiento cívico pacifista.
Los tenues -y no tan tenues– engranajes de la censura, en particular respecto a ciertas manifestaciones artísticas, como el rap y el hip-hop resultan claves para entender el primer fenómeno. Apenas un mes después de septiembre 11, los críticos musicales Lee Ballinger y Dave Marsh señalaban que la censura musical a raíz del ataque contra las torres tenía una expresión instantánea cuando conglomerados corporativos como Clear Channel Communications, poseedor de 1200 estaciones de radio, promulgó una lista de 150 canciones que no podían transmitirse, así como prohibió algunos grupos musicales, especialmente de rap y hip-hop. La reacción de estos grupos sería más radical que la de los artistas del mainstream. Según señalaba el crítico musical Jeff Chang , apenas dos meses después del acontecimiento, la generación musical del hip-hop desarrolló un verdadero activismo político . Algunos grupos promovieron estrategias dirigidas a “oponer el terrorismo y construir poder popular; oponerse a la restricción o eliminación de derechos civiles; fomentar la justicia global para prevenir ataques futuros; y oponerse al hostigamiento racista”.
Sin embargo, la confrontación con la cultura de clase y generacional del hip-hop y el rap no se reduce a una secuela de septiembre 11. Lo que Chang llama “selectividad racial posmoderna” (postmodern racial profiling) habría sido creada para identificar a la “generación del hip-hop, el grupo más vigilado y catalogado en la historia.” Este grupo habría sido objeto de una campaña antijuvenil, asociada a la guerra contra las drogas, que lo habría estigmatizado y convertido en un blanco preferido de la cultura puritana. Después de septiembre 11, los árabes, los musulmanes y los asiáticos meridionales (pakistaníes, afganos, indios) habrían ocupado el lugar antes compartido por negros y latinos. A este fenómeno se asociaba el incremento y proliferación del racismo, así como la rampante restricción y persecución contra los inmigrantes.
Este enfoque rebasa, sin embargo, el problema de la definición de líneas raciales. Se trata de un asunto más profundo, el de la construcción del enemigo como el otro, el diferente, en la cultura norteamericana. Septiembre 11 lo exacerba, no lo inventa. Ese otro por excelencia apareció desde entonces como el musulmán fanático, mayoritariamente árabe, que casualmente habita sobre las mayores reservas de petróleo del planeta. Su religión, extraña a los norteamericanos, crece más que ninguna otra por el mundo, son más de mil millones y muchos de ellos odian a los EEUU. Esta construcción del enemigo atribuye ese odio a los textos sagrados del Islam o a las diferencias culturales, cuando en realidad -como señala William Mosley– se trata de un rechazo a la usurpación económica y política ejercida por el capitalismo norteamericano sobre esos otros pueblos, sobre sus valores más sagrados.
En una guerra cultural donde las imágenes desempeñan un papel estratégico, los EEUU construyen hoy al enemigo recurriendo a efectos especiales y satélites. Sin embargo, la naturaleza de la operación no es tan nueva. El lugar que hoy ocupa el “fundamentalismo musulmán” era el que tenían el “imperio del mal” soviético y una Cuba caracterizada nada menos que como el “segundo enemigo público a nivel mundial” (sic) en la etapa de la guerra fría. Las raíces de este fenómeno se hunden en la historia del imaginario hegemónico estadounidense, cristalizado intelectualmente en un arco que abarca desde el almirante Alfred T. Mahan hasta hoy. En términos de lo que Mahan llamaba su “responsabilidad imperativa” ante países con valores opuestos a los EE.UU., estos no podían ser capaces de desempeñar adecuadamente el papel de objetos de la dominación; por consiguiente, la política norteamericana no debía basarse en el consenso de los dominados, sino -como señalaba luego Joseph Nye– en su deber como potencia obligada a dirigir.
Precisamente, uno de los temas centrales del nuevo pensamiento crítico ha sido el cuestionamiento al enfoque sesgado de unos medios de difusión que sirven el interés del poder, y que forman parte de los nuevos anillos de control social y cultural emergentes en la posguerra fría.
A raíz de los atentados, revistas como Newsweek y Time minimizaron las voces discrepantes y se dedicaron a exaltar la unidad nacional y los valores tradicionales norteamericanos, enfatizar el papel de EEUU como la única superpotencia y satanizar al enemigo. Deliberadamente, estos órganos eludieron reflejar las opiniones críticas de grupos independientes, investigadores y profesores universitarios, y privilegiaron a los portavoces oficiales. Estas visiones saturaron el enfoque de forma unilateral, incluyendo la definición de identidad nacional que comportaban.
Según un estudio de la organización Retro Poll en 2002, la desinformación moldea la opinión pública con los mecanismos típicos de la propaganda, de forma tal que las propias encuestas representan de manera interesada “los valores y creencias de los norteamericanos encuestados”. Al investigar, por ejemplo, la actitud hacia el terrorismo, esta organización encontró una relación directamente proporcional entre la desinformación sobre Irak y el apoyo a la intervención de EEUU en ese país. Al tiempo que reproducen acríticamente los enfoques, los argumentos y las evidencias insustanciales del gobierno al informar sobre este tema, los grandes medios de difusión publican encuestas que recogen valores e ideas de la misma opinión pública a la que han inducido a pensar así. Aunque la inmensa mayoría de los encuestados se oponen a la transgresión de las normas internacionales con la justificación de la campaña antiterrorista, a la violación de los derechos de los detenidos sospechosos de terrorismo, al ataque contra los países en la lista negra sin tener pruebas contundentes, esta misma mayoría ha apoyado la guerra contra Afganistán e Iraq.
Estos cambios de percepción del público inducidos por mecanismo clásicos de la propaganda rebasan el mundo de la información, y se extienden a otras formas de consumo cultural, especialmente los que se asocian a la industria del entretenimiento y el cine. Como señaló Marilyn Young en un estudio sobre el cine de guerra, antes y después de septiembre 11, Hollywood ha modificado radicalmente los patrones prexistentes sobre la guerra y su significación para los norteamericanos. En la mayoría de los filmes clásicos sobre Viet Nam, como Apocalypse Now (Coppola), Platoon (Stone), Full Metal Jacket (Kubrick), Born the 4th of July, abundan los personajes bestiales y degradados, o simplemente arrastrados por un conflicto ajeno y atroz. Aunque en estos filmes la naturaleza política y la situación histórica se disuelven en las tragedias individuales -apunta Young–, la guerra resulta un ejercicio de angustia y locura colectivas, donde los seres humanos están básicamente abandonados a su suerte. En oposición a la traumática memoria de Viet Nam, películas como Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, o Pearl Harbor, recuperan la experiencia gloriosa y positiva, en términos de valores humanos en juego, de la II Guerra Mundial, luchada por una causa justa, por la que valía la pena morir.
No es de extrañar entonces que las imágenes de la II Guerra Mundial abrumaran los discursos post-septiembre 11. La evocación instantánea de Pearl Harbor, la representación del enemigo como fascista y totalitario, su encarnación del “eje del mal,” despertaron un archivo de imágenes ready made. Los atentados dieron un impulso notable a la onda de filmografía patriótica ya en curso. Seriales para TV y múltiples proyectos fueron puestos en función de la cruzada antiterrorista global. Black Hawk Down, de Ridley Scott, sobre la intervención en Somalia, fue presentada como un intento de “poner las cosas en su lugar” respecto a “la verdad” de las guerras norteamericanas en el mundo, y en particular de recoger el contenido heroico de estas misiones dirigidas a “restaurar la paz” en lugares inestables del mundo.
En conclusión, en el mundo posterior -y anterior-a septiembre 11, se refuerza la dimensión cultural de la guerra, en la medida en que la cultura ha podido ser utilizada como instrumento para construir imágenes útiles a los fines de aquella.
Esta capacidad también se revela en el lenguaje y los valores religiosos puestos en circulación.
Como ha señalado John Brandon, desde el principio la propaganda de la administración Bush tomó prestado el lenguaje del fundamentalismo cristiano. La campaña antiterrorista fue denominada instantáneamente una cruzada, el bautizo original de la operación como Justicia Infinita y Bush declaró que “Dios no es neutral” en relación con esta contienda.
En cambio, el uso de los términos islámicos tomados del árabe revela un sesgo de sentido contrario. El recurso al fundamentalisnmo cristiano, como señala Brandon, llevó a los clérigos islámicos a repudiar el uso de “Justicia Infinita” de la operación militar, justicia que por definición solo puede dispensar Dios, a riesgo de caer en una grave blasfemia. Lo mismo ha ocurrido con el uso indiscriminado y tendencioso de los conceptos de jihad y de fundamentalismo.
Es obvio que la globalización y las guerras de la posguerra fría han despertado una nueva conciencia intelectual en el mundo. Desde Noam Chomsky hasta Jean Baudrillard y numerosos intelectuales menos radicales, convergen hoy en un llamado a la conciencia de la humanidad respecto de las gravedad y complejidad de los procesos en curso. Aunque el debate en el terreno del pensamiento social y político recibió un incentivo después de 9.11, este no puede entenderse como una simple causa eficiente que explica el auge de esta corriente. A lo largo de la década de los 90, la reflexión sobre el nuevo sistema internacional y la restructuración del poder en la posguerra fría, y especialmente los fenómenos emergentes en el campo de lo que se ha identificado como la globalización, dieron lugar a una renovación del pensamiento.
Como ha señalado John Bellamy Foster, la problemática de la globalización ha ido remplazando la del imperialismo. Para algunos autores, el imperialismo de EEUU ya no es una fuerza central en el mundo de hoy. Se argumenta que después de la Guerra de Vietnam se pasó a un régimen constitucional global, cuya expresión eminente fue la guerra del Golfo, en la cual EEUU apareció como el único poder capaz de arbitrar la justicia internacional, no por sus intereses nacionales, sino en nombre de un orden global. El imperio -equivalente a este nuevo orden mundial globalizado-es el producto de una lucha en torno a la soberanía y el constitucionalismo a nivel global. Desde esta lógica, las luchas locales contra el imperio no tienen sentido; ahora se lucharía por la forma que asumirá la globalización.
Según Iván Mészáros -y en contra de otros enfoques-la hegemonía de EEUU no terminó en los 70, con Vietnam, sino que ha sufrido una declinación económica relativa, respecto a otras potencias capitalistas. Para este autor, el Estado norteamericano ostenta la representación y defensa de los intereses de todo el capitalismo, y subsume los de otras potencias rivales. La contradicción principal radica en que EEUU es incapaz de alcanzar suficiente dominio económico para gobernar el sistema mundial -suponiendo que este fuera realmente gobernable. Por ello recurre a su inmenso poder militar, para establecer el predominio mundial.
Como señala Bellamy, no es un Estado nación el que desafía el sistema de soberanía global, sino terroristas internacionales fuera del imperio. Desde este punto de vista, los EEUU estarían actuando como “policías mundiales” en Afganistán o Iraq, “no por sus intereses propios, sino en defensa del orden mundial”. Los que atacaron el WTC y el Pentágono no estarían agrediendo la soberanía o la civilización globales, –y mucho menos los valores de libertad y democracia-sino los símbolos del poder financiero y militar de los EEUU.
Estas lecturas críticas de aquellos hechos contrastan, por cierto, con los discursos y actos que recuperan hoy el 11 de septiembre. Si bien las grandes operaciones militares que vinieron después –incluyendo la más reciente contra Libia-, se colocaron bajo la bandera del antiterrorismo, el saldo final resultó irrisorio: aunque las cabezas de Bin Laden y Hussein se exhiben en la picota pública, diez años más tarde, según el presidente Obama, EEUU sigue esperando un ataque del mismo enemigo. La futilidad del premio alcanzado y el triunfalismo de la retórica antiterroristas contrastan fuertemente con una conmemoración temerosa , donde cada asistente a la ceremonia del Ground Zero estará vigilado por decenas de miles de policías -una fuerza muy superior a la necesaria en 2011.
Es difícil imaginar que la democracia y la libertad exijan un precio semejante: proliferación de guerras, militares, policías, inmigrantes deportados arbitrariamente, resentimientos nacionales, segurización de la vida cotidiana, chequeos, registros, dispositivos de vigilancia sobre los ciudadanos, controles, miles de militares y civiles aniquilados, exaltación chovinista, racismo, miedo. Difícilmente, los caídos el 11 de septiembre puedan sentirse conformes con esa posteridad.
Nueva York, 10-11 de septiembre, 2011.
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